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De la guerra dormida que ya nadie recuerda


Yudi camino a la Sede La Tigra

Por: Lina Fernanda Zambrano Vidal

Yudi no tiene pinta de señora, a sus 43 se pasea por la vida con la valentía de una adolescente. Carga una sonrisa de punta a punta que no revela ausencias, tristezas o los tantos recuerdos dolorosos que le ha dejado la violencia que durante años se apoderó del Caquetá. Lleva la noche reflejada en un par de ojitos achinados que brillan con la fuerza de quien, en silencio, trata de gritar que la libertad de repente cae como rayo y sólo los que han carecido de ella, pueden sentir cómo arde por dentro, lenta pero intensa.


La noche que lleva no solo delata el oscuro vehemente de su mirar sino también los recuerdos que a una sola voz hablan del dolor y de cómo las lágrimas bajando por sus mejillas, se asemejan a las olas del mar que nunca rompen igual ni en el mismo lugar.


La violencia recorrió los municipios del Caquetá como se recorren las cuerdas de un violín que aun en medio de llantos, la guerrilla y los paramilitares, lo escuchaban perfectamente afinado. La más bella melodía para quienes encontraban placer en el más cobarde acto de causar dolor.


Vereda El Rosario – El Doncello

Yudi lleva dos meses sin ver a su familia, no hay modo de comunicarse a distancia, duerme en la escuela donde trabaja como docente con sus dos hijos, Yorlen Alexis, de 5 años, y Oscar Camilo, de 7, ambos con los ojos de su madre, achinados y casi cerrados cuando sonríen, brillan de esperanza con la inocencia de un niño que en medio de juegos olvida lo que sucede ahí afuera. Juntos se las arreglan para pasar la noche sin miedos y los días sin angustias, de vez en cuando se lanzan a la travesía de dormir en casa de alguna vecina, pues los miedos dejan de ser tan amargos cuando se pasan en compañía.


La presencia de la guerrilla y los paramilitares ha sido tan fuerte que aunque no están inmersos en las veredas, Yudi prefiere resguardarse junto a sus hijos y a las ganas de ver a su familia que vive en Yurayaco, justo a tres horas de distancia.


Ya han pasado dos meses y Yudi decide salir rumbo a Yurayaco, eso sí, con cédula en mano porque sin documentación los paramilitares no perdonan una. Antes de llegar a la carretera principal donde abordarían el carro, ella alcanza a ver mucha gente, carros estacionados a lo largo de la calle, todo muy inusual, así que la mejor opción es regresar.


Regresar a la escuelita ubicada en lo más alto de una montaña que por suerte, ha pasado desapercibida para la violencia, que como un ataque por la espalda, suele llegar sin avisar.


Ya es otro día en la vida de Yudi y todo parece marchar con normalidad, el miedo se dispersa por unas horas y la angustia se mantiene ausente. Pero como es normal en la vida de quienes viven inmersos en la guerra, de repente se vuelven ensordecedores los disparos que provienen de La Gallineta, el lugar exacto donde ayer iban a tomar el carro rumbo a Yurayaco. La angustia vuelve, el miedo se activa, pero parecen encontrar el equilibrio cuando el sonido de las armas se vuelve familiar después de horas y horas de combate entre la guerrilla y los paramilitares.


Han pasado ya varios días y la calma, presa y lenta, llega después de escuchar el llamado que a gritos piden las pupilas de quienes habitan en la vereda. Entre el suspiro y el silencio, Yudi toma rumbo a Yurayaco con sus pequeños, una vez más, con la esperanza de llegar a su destino.


Esta vez la travesía tiene pinta de éxito, pues a lo lejos se empieza a ver un poco más cerca el pueblo y los abrazos que con gran fuerza lograrán unir los pedacitos que con el tiempo se han estado separando en el corazón de Yudi.


Yurayaco

Justo en la entrada del municipio hay un retén de los paramilitares. El ambiente es tenso, pero la regla es clara, si se demuestra miedo es peor, así que hay que mostrarse en calma. Si, en calma, como si se tratara de un centro recreativo donde se muestra el boleto de entrada para poder pasar. Si, en calma, como si no se tratara de un instante en que la vida pierde valor y se reduce a lo más mínimo.


Yudi permanece tranquila, muestra su cédula y los niños también se ven serenos, pues no han conocido en su corta vida algo diferente al eco de la violencia. Ese instante podría definirse como un acto de protocolo donde alguien ajeno decide sobre la vida. Tu vida.


Han pasado dos horas y por fin, los jueces de la vida ajena, dejan pasar a Yudi junto a sus hijos. Los abrazos con la familia son un hecho y le dan la sensación de estar completa, como que no falta nada. El mundo se cae a pedazos ahí afuera, pero está con los suyos y eso basta para sentirse valiente en un mundo lleno de sombras y abismos.


El sol escondiéndose anuncia la hora perfecta para convocar una reunión como si se tratase de la Junta de Acción Comunal, solo que en esta no hay opción, no hay promesas por cumplir ni asuntos de bien común para discutir, no se van a organizar partidos de fútbol para los niños ni se van a dar invitaciones de alguna kermés para unir a los vecinos.


Los paramilitares entraron a todas las casas del pueblo, sacaron a sus habitantes a la fuerza y los acomodaron en el parque sólo para decir, en resumidas cuentas, pues por suerte son directos, que sería asesinado todo aquel que colaborara o diera indicios de estar a favor de la guerrilla.


En medio de la reunión se ven pasear por el parque a unos encapuchados, se rumora que no hay que tenerles miedo, pues son personas conocidas. Eso significa que viven en el pueblo y tienen conocimiento de todos los habitantes, así que su labor es decidir con un leve movimiento de cabeza y sin pronunciar ni una sola palabra, quién muere, quién vive, a quién se llevan y a quién no.


Vereda El Diamante – El Doncello

Yudi es trasladada a una escuela ubicada en la vereda El Diamante. La violencia es tan ruidosa como en El Rosario, podría tal vez, ser incluso más fuerte que antes. Los paramilitares ya habían llegado a aquella escuelita ubicada a lo alto de una montaña en la antigua vereda, por suerte ya no trabaja en ese lugar. Parece que la guerra le pisa los talones, pero cuando llega, ella ya le lleva unos pasos de ventaja.


Yudi va y vuelve de Yurayaco a la escuela, es su rutina diaria, pues su mamá la espera en casa día a día con los brazos abiertos. Esta vez recorre el camino solo con su hijo menor, Yorlen Alexis, que ya tiene 7 años. Camilo se ha ido a vivir a Florencia, Caquetá, con su tía Yisely, hermana mayor de Yudi, para continuar sus estudios.


Yudi y Yorlen, su compañerito de vida, caminan tres horas de ida y tres más de regreso todos los días, pues no hay bestia que los transporte y mucho menos presupuesto para comprar una moto. Entre risas, historias y juegos, el camino parece ser más corto, se lo saben de memoria, es como si pudieran ver cómo corren sus sombras aun sin estar ahí.


Es un día cualquiera del 2006, aparentemente normal, hay reunión de padres de familia en la escuela. Pero como ya es costumbre, se escuchan los disparos que en medio del combate entre la guerrilla y los paramilitares, alarman a los habitantes.


La violencia, que siempre deja rastros a su paso, esta vez, le arrebató la vida a una madre que en el afán de poner a salvo a su pequeño, corrió a la escuela y en el camino fue alcanzada por una bala. El niño estaba seguro con Yudi y los demás padres, pero nada se le puede reprochar a una madre que siempre busca amar sin medir.


Pero esa no fue la única marca que dejó la violencia en la vida de Yudi, pues han pasado ocho días y su cuñado Carlos Cárdenas, esposo de Yisely, ha sido asesinado por la guerrilla. No hay razones ni habrá nada que dé respuesta a lo injustificable, no hay forma de llenar la ausencia que ha quedado en la vida de dos niñas y de una mujer a la que Carlos prometió acompañar siempre.


Carlos era conocido en Yurayaco por su trabajo como fotógrafo, pero no fue su talento lo que lo condenó a muerte sino algo tan poderoso como la palabra. La palabra hecha veneno de algunos habitantes que aseguraron que Carlos, durante el combate de hace una semana, había estado grabando con su cámara todo lo que ocurría. Él ni siquiera estaba en el lugar de la guerra ese día.


Carlos tiene dos hijas de sangre y otros dos de corazón, Camilo y Yorlen, los niños de Yudi que ya habían quedado sin padre a causa de un asesinato cuando eran tan solo unos bebés. El gran fotógrafo de Yurayaco ha dejado un vacío enorme en la vida de unos niños y de una familia entera que lo recordará y amará por siempre porque es así como la memoria, la herida, el tiempo y el corazón, une lo que con maldad despiadada ha sido separado.


14 años después – Hoy

La vida ha llevado a Yudi Valderrama Gutiérrez a recorrer varios rincones del Caquetá. Nació en Puerto Rico, creció y estudió en Yurayaco, vivió en Morelia, se formó como docente en Florencia y ahora tiene una casa en San José del Fragua. Lugares que suenan lejanos, remotos y que incluso en las ciudades principales del país ni siquiera se les reconoce por el nombre.


Yudi guarda como tesoros los tantos recuerdos que permanecen intactos como cuando después de tanto dolor, en el 2009 se reconcilió con el amor y de esa conexión un bebé nació, Diego o Dieguito como todos le llaman.


Ya lleva once años trabajando a veinte minutos de San José, se moviliza en moto y en la escuela La Tigra la esperan ocho pequeños niños de grados distintos, desde preescolar hasta 5to de primaria, listos para aprender. Disfruta al máximo de sus tres hijos, dos de ellos, Camilo y Alexis ya son profesionales y Diego que ya tiene 11 años, va al colegio con la certeza de volver a casa y ver a su mamá esperándolo.


No hay miedos ni angustias, solo las marcas imborrables de una guerra que parecía interminable.


La violencia dejó víctimas y muertos que no aparecieron ni aparecerán. Yudi hace parte de los tantos rostros que tiene la violencia en Colombia, aquellos que lograron sobrevivir y pueden dar testimonio del dolor que un país grita, pero que a veces la resistencia a escucharlo le da protagonismo a la indiferencia.


Hay pedazos del corazón de Yudi regados por los rincones del Caquetá y que recordando intenta volver a reparar aun sabiendo que no quedará igual. Con la mente puede llegar a cada lugar donde todavía corre su sombra y se escucha el susurrar, el eco de su voz diciendo “esto algún día cambiará”. Cuan frágil son las palabras que solo el viento se puede llevar, pero que hoy son una realidad.


Yudi Valderrama Gutiérrez

Institución donde Yudi trabaja actualmente





Salón de clases

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